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Santo
predicando. Escuela flamenca, principios del siglo XVI. Coimbra, Museu
Nacional Machado de Castro. |
La predicación en la
Edad Moderna
En el
caso hispano, parece que en la segunda mitad del siglo XV y la primera
del XVI se moderó el uso de elementos espectaculares en los sermones,
pero a partir de 1550 resurge la praedicatio theatralis como
afirma, hacia 1570, el franciscano Diego de Estella en su Modus
concionandi:
“Entraron bárbaros los años
pasados y destruyeron el estilo antiguo de los Doctores Sanctos (...) Y
como en farsa, que un mismo hombre representa el caballero; y sale
fuera, y entra como pastor; y después como dama, y representa diversas
figuras y personas; así verás que éstos traen la figura y dicen que
Esaías es Cristo, y estando en la misma figura lo hacen luego Padre
Eterno; y luego entra enmascarado y representa a el cristiano, y despues
viene a parar en hacerlo monte. Si esto no aborresces sumamente y huyes
dello, como de pestilencia, tan lexos estás de ser predicador, como yo
de volar” .
El fraile de Estella compara a los sermones de su época con las farsas, y
a finales del siglo XVI el famoso predicador dominico Fray Agustín
Salucio no duda en equipararlos con las comedias:
“… en los pulpitos,
predicando, sacan cruces, calaveras de finados y huesos que se echan al
cuello, no más que para mover al vulgo, que con tales invenciones suele
provocarse a lágrimas dignas de risa y mal empleadas, pues no se emplean
en lo que deben, ni por causas justas y legítimas. En las comedias que
llaman a lo divino, se representa la vida de San Francisco y la
conversión de Santa María Egipcia y lloran a voz en grito cuantas
mujercillas y rameruelas allí se hallan; y, de verlas y oírlas, llora
también la gente más cuerda, si, con todo, se puede llamar cuerdo quien
tal disparate hace, como es oír cosas cuerdas a locos, y santas a
profanos, y buenas a bellacos”.
Las razones de la proliferación de predicadores extravagantes y de
sermones de aparato, con efectos lumínicos, sonoros, y tramoyas,
es probable que tenga algo que ver con la popularización de las
representaciones teatrales a cargo de compañías profesionales, que
familiarizaron al público con la escenografía y lo hicieron más
exigente, obligando a los predicadores a competir para atraer a las
masas. La predicación, como el teatro, es un acto efímero e inmediato,
y, a pesar de su carácter sagrado, no tiene sentido sin el auditorio, de
manera que tenía forzosamente que plegarse a los gustos y modas del
público. Así lo señaló en los años 60 Dámaso Alonso y lo reconocía en el
siglo XVII Fray Pedro de Miranda:
“Se han
adelantado ya tanto los ingenios, están tan vivos y sutiles, que si
predicaran los sermones tan bastos y broncos quanto en los siglos
pasados, no habría quien los esperara, y así para no desazonar y
ahuyentar los oyentes, conviene sazonar los sermones con algunos
conceptos y realces de puntos predicables y lenguaje”.
Miranda, como otros muchos predicadores del siglo XVII, asume la
necesidad de adaptarse a los tiempos aunque con cierto disgusto, el
mismo que confiesa Fray Hortensio Paravicino predicando en la Cuaresma
de 1617: “Por nuestra desgracia, han llegado los sermones tan a la
necesidad misma de agrado que la comedia”. Sin embargo, el éxito de
Paravicino como predicador se debía precisamente, como señala Félix
Herrero, a que “hablaba en el púlpito el mismo lenguaje que en la
escena Calderón, en los libros Ledesma y en la poesía Góngora”, y
parece que los predicadores interiorizaron la naturaleza teatral del
sermón, llegando a hacerla extensiva a la propia Historia Sagrada que
constituye el tema de la predicación. Así, el predicador trinitario Marc
Antoni Alos y Orraca afirma, a propósito del misterio de la Cruz: “ella
fue el teathro donde Christo nuestro señor, represento esta divina obra”.
Emilio Orozco señaló hace ya algunas décadas cómo el teatro penetra
en
los distintos niveles de la sociedad española del siglo XVII y contamina
todas las manifestaciones artísticas y culturales de la época, mostrando
el proceso mediante el cual la oratoria sagrada acabó siendo concebida
como una representación teatral. Es evidente que el público hispano de
los siglos XVI-XVII asistía regularmente tanto al teatro como a las
predicaciones y era inevitable que comparase ambos eventos. Las homilías
sagradas se convirtieron así, por contagio, en auténticas
representaciones y actos sociales a los que se acudía no solo para
recibir una plática edificante sino con la intención de pasar un rato
entretenido en el que los predicadores estaban obligados a demostrar sus
dotes declamatorias y transmitir teatralmente a los espectadores sus
sentimientos.
No obstante, aunque los fieles reconocían cierta naturaleza espectacular
y teatral en la predicación, parece que no adoptaban ante el sermón la
misma actitud que tenían ante la representación de una obra de teatro.
En palabras de Darío Velandia: “Los diversos elementos que
constituyen el proceso de comunicación en la oratoria sagrada se
equipararon en forma al espectáculo teatral pero nunca en fondo, ya que uno se basa en principios ficcionales y el otro en
principios doctrinales”.
No es exclusiva de España la predicación teatralizada en la Edad Moderna,
pero parece que tuvo aquí mayor popularidad y extensión que en otros
lugares de Europa, en paralelo con lo que sucede con el teatro
profesional en vernáculo. Quizá por ello, algunos extranjeros que
asistieron a sermones en España nos han dejado testimonios de lo que
percibieron como una manera de predicar típicamente española. El francés Barthélemy Joly escribió en su diario de viaje (1603-1604):
"En leurs
predications, ilz usent d'une vehemence trop grande, au diré mesme d'un
d'entre eux, en une de ses predications imprimees (...) C'est pourquoy
deux choses me troubloient aux sermons d'Espagne, ceste vehemence
extreme, presque turbulente, du predicateur et les soupirs continueiz
des femmes, si grans et vehemens qu'ilz perturboient toute l'attention".
Por su parte, Tomé Pinheiro da Veiga, caballero portugués presente en la
corte de Valladolid en 1605, durante los años de la unificación de los
reinos de España y Portugal, afirma, después de referir un sermón en el
que el predicador acabó arrojando al público un crucifijo y una
calavera:
"Y no hay que
extrañar, porque, a la verdad, son muy desautorizados en el púlpito y
predican como comediantes...".
Sin embargo, la popularización de las comedias no es la única causa que
explica la manera realista y dramática de pintar las escenas por parte
de los predicadores, y la costumbre de hacer dialogar a los personajes
bíblicos en el sermón, muchas veces con el apoyo de imágenes. El jesuita
Pablo José de Arriaga nos informa en su Rhetoris christiani partes
septem (Lyon, 1619) cómo se hacían sermones en forma de diálogo,
unas veces representando el predicador los diferentes papeles, y otras
introduciendo personajes reales (actores adecuadamente caracterizados),
o con imágenes, como recomienda el Padre Pedro de Calatayud: "formar
un tierno coloquio entre dos imágenes de Cristo y su madre acomodándoles
al púlpito" .
Naturalmente, como en el caso del teatro escolar, la intención de los
jesuitas es doctrinal y se trata de enseñar deleitando, siendo
conscientes del poder de los recursos teatrales y de las imágenes para
atraer al fiel y causar impresión en su conciencia. La teátrica
predicatoria responde a una necesidad comunicativa y se entiende como un
medio a disposición de oradores sagrados y misioneros para conmover a
los fieles. Con sus performances no buscaban otro objetivo que
conducir a los asistentes al sermón hacia el acto de confesión y
contrición. Así lo explica el jesuita Martín de la Naja (o Lanaja) en
El
Misionero Perfecto:
“Y si las
Sagradas Imágenes por sí solas son lenguas, que callando, mudamente, y
sin ruido enseñan, alumbran, mueven y aprovechan las almas que las
contemplan, ¿quanto mas poderosamente obraron estos efectos puestos en
manos de un predicador zeloso, y fervoroso, que sabe azerle ablar,
manifestando y declarando los Misterios que se representan? Pero aunque
todas las razones y exemplares referidas faltaren, bastava para
defender, y justificar, el uso de los espectaculos en el pulpito”.
Otra causa de la teatralización de los sermones hay que buscarla, como
señala Robledo Estaire, en el influjo ejercido por la oratoria clásica,
en particular por las obras de Cicerón (De oratore I, 156) y
Quintiliano (Institutio oratoria I, xi, 1-14), cuyas retóricas se
centran en los aspectos teatrales y la dramatización del discurso cuando
abordan el estudio de la quinta y última parte de las que acostumbra a
dividirse la oratoria: la actio. Ambos afirman que el orador
necesita estudiar el arte de la representación teatral para una adecuada
declamación, reconociendo la capacidad de los actores para suscitar
emociones por medio de la acción corporal y la pronunciación. Cicerón
llama a los oradores "actores de la verdad" (III, 214) pero
critica los excesos histriónicos en la oratoria, una postura ambivalente
que, recogida por la teoría retórica de los humanistas, provocará una
tensión en la oratoria sagrada de los siglos XVI y XVII entre los
partidarios de una predicación teatralizada y los que criticaban que los
púlpitos se hubieran convertido en escenarios y las iglesias en teatros.
El jesuita Valentín Céspedes, que era autor teatral sacro y
predicador a la vez, aboga en su sátira Treze por dozena (ca.
1649-51) a favor de una deliberada teatralización del pulpito, ya que
considera el componente histriónico como parte esencial de la
predicación si se quiere lograr con ella la máxima eficacia y garantizar
la conmoción afectiva del fiel. De este modo, Céspedes no duda en
afirmar que “El predicador es un representante a lo divino, y solo se
distingue del farsante en las materias que trata; en la forma, muy poco”.
El poder de seducción de los comediantes sobre los oradores sagrados se
vio favorecido por la asistencia de los predicadores a los espectáculos
teatrales. Así lo reconoce el P. José Alcázar, en unas notas sobre
teatro incluidas en su tratado de Ortografía castellana (ca.
1690), a propósito del famoso comediante Damián Arias de Peñafiel:
“Arias fue gran
representante. Tenía la voz clara y pura y la memoria firme, la acción
viva. Dijera lo que dijera, en cada movimiento de la lengua parece que
tenía las gracias y en cada movimiento de la mano la musa. Concurrían a
oírle excelentísimos predicadores para aprender la perfección de la
pronunciación y de la acción”.
Lo mismo afirma de Arias de Peñafiel Juan Caramuel y Lobkowitz en su
Primus calamus... (Roma, 1663):
"Tenía una voz
clara y argentina, una memoria tenaz y una acción expresiva y animada...
Los más grandes oradores de la Corte concurrían con frecuencia a oírle
para aprender a hablar y accionar con perfección...".
El tópico de los oradores como discípulos de los representantes aparece
también en la última epístola de la Philosophia antigua poetica de Alonso López Pinciano (Madrid, 1596), en la que trata sobre el oficio
de los actores y representantes, en este caso con la intención de prestigiarlo frente
a la opinión de los moralistas de la época, que lo denostan:
“Y éste basta por
exemplo general de lo mucho que importa que el actor haga su officio con
mucho primor y muy de veras; que, pues nos llevan nuestros dineros de
veras y nos hazen esperar aquí dos horas, razón es que hagan sus
acciones con muchas veras; las quales solían hazer de tal manera los
actores griegos y latinos, que los oradores antiguos aprendían de ellos,
para, en el tiempo de sus oraciones públicas, mover los affectos y
ademanes con el movimiento del cuerpo, piernas, bracos, ojos, boca y
cabeça, porque según el affecto que se pretende, es diferente el
movimiento que enseña la misma naturaleza y costumbre; y, en suma, assí
como el poeta con su concepto declara la cosa, y con la palabra, el
concepto, el actor, con el movimiento de su persona, debe declarar y
manifestar y dar fuerça a la palabra del poeta”.
También el doctor en teología agustino Francisco Caus defendía en 1692
los sermones espectaculares que hacia un predicador de su orden,
contrario sin embargo de las comedias profanas:
“Con ser tan
contrario de las comedias, se portava en este exercicio como los
comediantes. Estos, para llamar gente, y tener ganancia, suelen disponer
en el Teatro algunas apariencias, que llaman Tramoyas, a cuya novedad se
junta tal vez mayor concurso que para un Sermon, y con esto se aumentan
su grangeria. Assi nuestro Representante Evangelico, mandava cubrir con
un velo negro el Altar; ponía una calavera en medio, como titular de
aquel espectáculo, assistida solo de dos Imágenes, de Christo
Crucifixado, y de la Virgen de los dolores; y con las velas, que
melancólicamente ardían, formava un Teatro propio de la muerte”.
Es un reconocimiento claro de la influencia del teatro en los
predicadores, pero es importante resaltar que la influencia fue bidireccional, ya que el teatro también se valió de elementos
iconográficos, visuales y retóricos propios del púlpito, y se justificó
por la necesidad humana de invenciones para obrar y demostración para
temer. Así lo afirma el autor anónimo de una defensa de las
representaciones teatrales dirigida a Felipe II en 1598:
"... haciendo en
tales casos la comedia lo que la predicación santa del santo Evangelio
de Jesucristo puede hacer, y aun hace a poder también de viva
demostración del Cristo y de la calavera y de la ceniza y la cruz, que
ya la flaqueza es tanta que ajustándose con ella se ayuda el predicador
de esta necesaria y santa representación, que nace de la necesidad que
tiene nuestra miseria de invenciones para obrar y demostración para
temer".
Lo mismo dice el anónimo autor que en 1681 solicita del Rey la
reapertura de los corrales de comedias:
“Miren la bien
distribuida planta de los Corrales y en las separaciones de sus bien
prevenidos repartimientos hallarán colocada la grandeza en los
aposentos, en los desvanes los cortesanos, con muchos religiosos que no
escrupulizan por doctos y virtuosos el verla; que no desaliña la Comedia
a los que regentan las cátedras evangélicas las frases y locuciones de
las coplas y lo accionado de la natural retórica de los grandes
representantes, para mejoras de imitaciones en las sonoras cadencias de
sus voces”.
Otro jesuita, que fue predicador y autor teatral, el Padre Juan
Bonifacio, en su De sapiente fructuoso (Burgos, 1589), califica
como espectáculos y como escena oratoria ciertos sermones
extraordinarios en los que se exhibía un crucifijo o una calavera, se
arrastraban cadenas, se mostraba una corona de espinas o se hacían restallar
látigos, y no los desaprueba completamente, aunque recomienda, eso sí, mucha prudencia,
para evitar caer en el ridículo. Probablemente el predicador y teórico
más representativo de esta tendencia dramática en la predicación es el
jesuita Juan Bautista Escardó, quien en su Rhetorica christiana
(Palma de Mallorca, 1647), se extiende en explicar cómo manipular
diversos elementos visuales: luces, pinturas, crucifijos, calaveras,
retablos, etc. para infundir pánico en el auditorio y anular su voluntad
.
Evidentemente cabía el peligro de caer en el histrionismo y en el
ridículo [1], como sucedía a algunos predicadores a los que se refiere
Jiménez Patón cuando habla de los gestos exagerados, los gritos
descompuestos y las fábulas fingidas que provocaban la risa de los
oyentes. A ellos se refiere también Francisco Ameyugo:
“Ay algunos
predicadores que como algunos llevan las cosas a palos, ellos las llevan
a gritos, dando clamores desentonados ... aquellos que por hazer
mudanzas las hazen de manera que parecen melindres de mujer fea, ya
quebrando la voz a lo mujeril, ya ahuecándola a lo valentón, ya
ahullando triste y lamentablemente ... Si hablan de la curación de un
enfermo, se toman el pulso… Estas cosas ni aun en un teatro de
comediantes se pueden sufrir”.
Por su parte, el dominico fray Agustín Salucio (1523-1601), en sus
Avisos para los predicadores del Santo Evangelio, critica la
utilización del tono cómico de los actores:
“Cuan diferente
es el trato de la iglesia del de la sacristía, tanto lo es el predicador
del representante de la comedia y tan diferente la una representación de
la otra; aun cuando la del representante fuese la que debe, que no se ve
en los que se usan, fuera a lo más de aquellos que representan personas
que mueven a risa, que en esto algunos aciertan más en Castilla que en
Italia. Pero esto muy fuera es de lo que el pulpito demanda, que es todo
grave y cuerdo y fuera de burla (…) Hay quien, de frecuentar la comedia,
se le ha pegado el tonillo de los farsantes, que es muy desautorizado y,
para el pulpito, desconvenientisimo, donde se habla de veras”.
En la misma línea, Benito Carlos Quintero en su
Templo de la
elocuencia castellana (Salamanca, 1629) clama contra los excesos
teatrales cometidos por los predicadores y denuncia que los púlpitos se
habían convertido en escenarios y las iglesias en teatros:
"Llámese
[el
predicador de carácter bufonesco] entretenido, su púlpito tablado, su
sermón entremés; no se toque a él canpana, sino tanboril... y un enseñar
al pueblo a buscar los tenplos como theatros".
Resume estas ideas el grande ingenio autor del soneto Al
estrago de la predicación evangélica recopilado en las Poesías
varias de grandes ingenios españoles. Recogidas por Ioseph Alfay
(Zaragoza, Juan de Ibar, 1654):
Pregúntasme por que con tanto ahínco
repugne el predicar; pues bien podría
con un poco de crítica osadía
subirme al mayor púlpito de un brinco.
Confieso, Amán, que los talentos cinco
son ya sólo una vana parlería;
mas con ella ¿qué gana el alma mía,
pues ni una flecha en las ajenas hinco?
Si al oído estragado me acomodo,
estrago la doctrina; si la templo,
con sencillez, a las paredes hablo.
iOh sacro oficio! Ya profano en todo:
es comedia el sermón, teatro el templo,
farsante el que predica, autor el diablo.
Pero en realidad fueron las propias órdenes religiosas, al menos algunas
de ellas, las que convirtieron sus templos en teatros construyendo
iglesias diseñadas para cumplir, a lo divino, la función social del
teatro. Ya las órdenes de predicadores medievales habían preferido los
templos de nave única, porque se adaptaban mejor a las necesidades de la
predicación, y en la Edad Moderna fue la Compañía de Jesús la que
difundió una tipología de iglesias destinadas esencialmente a la
devoción colectiva y a la predicación, actividades que necesitan unos
espacios en los que la participación de los fieles se pueda llevar a
cabo sin elementos que desvíen su atención.
Por ello se preferían los espacios unificados, generalmente con el
añadido sobre las capillas laterales de balcones o tribunas cerradas con
celosías que permitían a la comunidad y los notables seguir las
celebraciones litúrgicas –y las representaciones teatrales que se hacían
en los templos-, como en los palcos de un teatro. Son frecuentes también
los presbiterios profundos y anchos elevados sobre gradas, de los que el
fiel tiene desde la nave una perspectiva muy similar a la de un
escenario en el cual los sacerdotes actúan representando un acto
litúrgico. La disposición general de la iglesia, su decoración y
ornamentos, los retablos con tramoya, la nave con sus tribunas y
balconadas, todo contribuía a reforzar la analogía con el ámbito
teatral.
En Galicia, las iglesias jesuíticas conservadas responden a ese
modelo de nave única, capillas laterales transversales y tribunas sobre
ellas -estas últimas ausentes en el caso de Monforte-, y en el caso de
Santiago consta que el templo sirvió de marco para representaciones
teatrales organizadas por el Colegio compostelano: en 1597 se representó
en él un Diálogo que duró "dos o más horas", y en 1713 consta que
se hizo una comedia en las fiestas por la canonización de San Pio V con
su loa y sainete, representación para la cual se levantó un Theatro
(=escenario) dentro de la iglesia. Fue esto frecuente también en otros
colegios hispanos, especialmente en el Imperial de Madrid, en cuyas
iglesias se hacían habitualmente representaciones teatrales, dejándolas
sin culto durante días ya que se desmontaban los altares e instalaban
complicadas escenografías, lo cual provocó tanto las críticas internas
como las sátiras de los enemigos de la Compañía:
Porque no estorbe
lucir del festejo
echaban las aras
aun del Sacramento.
Juan de Zabaleta, dramaturgo y escritor costumbrista del Madrid de Felipe
IV, nos ha dejado en el capítulo primero de su libro El día de fiesta
por la tarde (Madrid, 1660), un notable testimonio de la percepción
teatral de los templos:
“En la iglesia
sin la gente no hay estos embarazos. Si alza los ojos a los altares, ve
las imágenes de muchos santos; quédase mirándolos a ellos en ellas, y
ellos, con la acción en que están figurados, representan vivísimamente
muchas de sus virtudes. El templo se le vuelve teatro, y teatro del
cielo. No entiende bien de teatros quien no deja por el templo el de las
comedias”.
____________________
[1] En Inglaterra William
Hogart denunció y ridiculizo en sus grabados (ca. 1761, véase foto) a
los predicadores que utilizaban marionetas en los púlpitos, acusándolos
de fomentar la credulidad, superstición y el fanatismo.
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Modus Concionandi: et explanatio in Psalm CXXXVI super flumini Babylonis
de Diego de Estella.
Ex Officina Ioannis Baptistae a Terranoua
1576.

San Francisco levando
crucifijo y calavera como los predicadores (imagen de plata dorada en la
capilla de las reliquias de la catedral de Santiago, ca. 1435-50)

Padre J. Arriaga, Rhetoris christiani partes
septem (Lyon, 1619)

Rhetorica
christiana del P. Escardó
(Palma de Mallorca, 1647)

P. Alonso López Pinciano,
Philosophia antigua poetica (Madrid, 1596)

El franciscano Fr. Diego
Valdés predicando la Pasión con ayuda de imágenes,
Rhetorica christiana, 1579

Predicador con marionetas.
W. Hogartt, ca. 1761

Iglesia del Colegio de
Monforte
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